«Ayudar al que lo necesita no sólo es parte del deber, sino de la felicidad».
-José Martí
Queridos(as) lectores(as):
Ser psicoanalista es tener la oportunidad de aprender a ver las cosas desde otro lugar. Aprender de mis pacientes ha sido una de las más grandes bendiciones. Quien trate con otros y de ellos no aprenda nada, mejor que comience a tratarse a sí mismo primero. De ahí en adelante, es importante reflexionar en cosas que muchas veces damos por sentadas o que sinceramente ignoramos, no le damos importancia o que suceden y con eso nos basta. ¿Qué estamos haciendo? Esta pregunta me da incontables vueltas en la mente a diario. Cada día noto que las personas estamos atrapados en rutinas tan diversas y tan parecidas, que estamos reaccionando en vez de actuar, que estamos esperando a que alguien más haga sin saber exactamente qué.
Me parece hasta cierto punto risible cómo es que nuestras frustraciones llegan a paralizarnos, que nos oprimen tanto que sólo existe la queja y el lamento, pero no hay nada que nos haga salir de ese lugar tan incómodo y detestable. Día a día, los problemas del mundo van creciendo y nosotros haciéndonos pequeños. Después, viene la dichosa comparación entre problemáticas y, claro, viene a nosotros un sentimiento de culpa al estilo «cómo me atrevo a decir que lo mío es tan grave cuando hay gente peor». Sí, en efecto, hay problemas que son más grandes que otros, pero sea como sea, todos son problemas y nos afectan de formas muy diferentes. Hacer menos nuestros problemas es hacernos menos a nosotros mismos.
¿Qué don(es) tenemos?
El día de ayer, tuve dirección espiritual con un sacerdote. Así es, no es nuevo, yo soy católico y para mí la vida espiritual es también de suma importancia. No pretendo meterme con la fe o creencias de las personas, cada uno sabe dónde está y lo que le ayuda a seguir. De pronto, salió una cuestión que me mereció que el P. Carlos me dijera: «Estás aquí para ayudar». He sido profesor de humanidades, locutor de radio, actor, comediante de ocasión, psicoanalista y a veces esa persona a la que se le acercan para pedir algún consejo o sólo esperar recibir una escucha amable. No me estoy tirando rosas, es lo que hay. Quizá el don que tengo en mi vida es el poder ayudar. De un modo u otro. Pero, ¿por qué a veces ese don no lo uso conmigo mismo? ¿Por qué me «desvivo» por los demás dejando que mi vida se me vaya en ello? Dicen por ahí que «nadie es profeta en su propia tierra». Es mejor, queremos creer, distraernos con algo que no sea lo nuestro, y eso termina por despreciarnos y nos va poniendo en los últimos lugares de importancia. Y estamos mal.

Hay gente que tiene dones fantásticos: cocinan, cantan, bailan, hacen reír, enseñan, acompañan, curan, atienden, etc. Pero no olvidemos que los dones también son pruebas. Hay días que el payaso no quiere hacer reír, y es entendible, al final de cuentas somos humanos y nadie dijo que todo siempre tiene que estar bien. Saber ponerle un freno a lo que hacemos es un ejercicio de prudencia que nos deja darnos un tiempo, respirar, relajarnos y luego continuar. Sin embargo, hay quienes a pesar de tener identificados los dones, no hacen nada con ellos. Hay gente que, por ejemplo, se queja de las pocas oportunidades que tiene en el aspecto laboral, y descuida o pone de lado aquellas oportunidades que se abren de par en par con el hecho de utilizar el don personal. Un amigo, por ejemplo, gran músico cuyo talento es palpable, un día se dijo a sí mismo: «¿Y si le saco unas monedas de más al día?». Acto seguido, cogió su guitarra y se fue a tocarla a un parque. 20, 50, 100 pesos, poco a poco fue teniendo eso y más. En un día, fuera de su trabajo cotidiano (es contador), le sacó en efecto más monedas al día. Y lo disfrutó.
La pena y demás obstáculos
En México muchos crecimos con ciertos prejuicios que hoy en día nos detienen mucho para hacer cosas que, de un modo, sabemos nos pueden hacer felices. No quiero pensar sólo desde la cuestión práctica y de ganar dinero, sino de cosas que dejamos de hacer porque «qué van a pensar de nosotros». ¿Cuántas veces van por la ciudad con sus audífonos, escuchando su canción favorita, y sólo la van cantando en la mente? Sé que no todos tienen o tenemos una voz tan privilegiada para cantar sin que terminemos alarmando oídos ajenos, pero la idea no es más que expresar nuestro sentir. «Es que se me van a quedar viendo feo», tantas veces que he escuchado eso. Es en verdad patético cómo nuestra vida queda siempre condicionada a que el otro «nos dé permiso». Hace unos años, perdí una apuesta con unos alumnos y terminé por hacerme un cartón que decía «se regalan abrazos» y estuve por cierta parte de la Ciudad de México cumpliendo con eso. Lo que en un principio era para mí tonto, absurdo e innecesario, se volvió un ejercicio muy lindo en el que muchas personas incluso se atrevieron a darme el abrazo. ¡Cuántos necesitamos un abrazo estos días! (Quiero volver a hacerlo…).
El único impedimento real que tenemos son las ideas que nos generamos sobre los demás. «¿Cómo alguien como yo va a hacer esas cosas?». ¿Y qué se contestan lejos de las ilusiones de identidad forzada? Lo que sucede es que estamos perdiendo el tiempo con tantas preocupaciones que nos olvidamos de nosotros mismos y de las «locuras» que nos harían por lo menos disfrutar un poco más las cosas en nuestras jornadas. Permitirse a uno mismo sentir y expresar es, por mucho, un acto revolucionario en este tiempo de pretensiones que nos alejan de la ocasión de disfrutar la vida. Eso de ver dañada la reputación porque uno hace cosas que le permiten sonreír, es una auto crueldad que no debemos seguir permitiendo. ¡Somos humanos, joder, no rocas! Está muy bien ayudar a los demás, pero en verdad que primero es necesario ayudarnos a nosotros mismos.
Poner los dones al servicio de uno y de los demás, es permitirle respirar al mundo.
