¿En qué carajo pensaba, Dr. Freud?

«Uno es dueño de lo que calla y esclavo de lo que dice».

-Sigmund Freud

Queridos(as) lectores(as):

En esta ocasión, quiero aportar algo de mi cosecha respecto al Psicoanálisis. ¿Ciencia? ¿Técnica? ¿Arte? ¿Estilo? ¿Fraude? Y un largo etc. Hay quienes defienden a capa y espada al psicoanálisis en tanto (único) medio para lidiar con lo personal, con lo propio, con fantasmas y demonios, con deseos y terrores. Hay quienes lo atacan con críticas muy severas, mismas que me limitaré a decir pueden ser debatibles, tanto como lo es posible cualquier cosa entre los hombres. Sobre esto encontraremos una auténtica y muy vasta paleta de colores respecto a opiniones, aprobaciones, reprobaciones, etc. Pero, sea como sea, la gente habla del Psicoanálisis y cada vez más. Para bien o para mal -recordando a Oscar Wilde- lo importante es que hablen de uno.

Tantas veces que me he visto en interminables pláticas donde la curiosidad se vuelve un severo y rudo juicio inquisitorial. Hay quienes quedan maravillados, otros horrorizados; hay quienes oyen y otros que escuchan. Quizá lo que evoca tanto en las personas es la morbosidad de querer ver qué hay en la oscuridad sin el recurrir a la luz. ¿Qué podemos encontrar en lo más profundo de uno mismo? ¿Qué clase de silencios son escándalos? Tal como una amiga me decía ayer, «¿en qué carajo pensaba ese Freud?», a veces yo también me lo pregunto. Porque para ser ciertos, no existe ni existirá psicoanalista que dé una respuesta jamás dada en totalidad. Pero lo que sí puedo asegurar es que sea lo que haya sido que Sigmund Freud pensara, nos dejó pensando a muchos y eso, hoy por hoy, es algo extraño y hasta en peligro de extinción.

Lo que damos, lo que nos quitan

Quienes hemos pasado por este sendero del Psicoanálisis, nos queda más que claro que ya no somos los mismos. «Es de valientes aventarse un brinco al abismo y sin paracaídas», escuché alguna vez en una reunión con colegas. Nietzsche, parafraseando, decía que teníamos que tener cuidado de mirar al abismo, ya que éste ya ha mirado dentro de nosotros. ¿Por qué será que la psique humana siempre tiene un aroma de pesimismo, de terror, de algo negado y hasta en ocasiones prohibido? Si partimos del uso de las palabras y en su revisión, caemos en cuenta que siempre usamos palabras «oscuras» para definir. Por ejemplo, abismo (profundidad/miedo/angustia/), con esto es más que suficiente. Hace tiempo, noté que G, al momento de estar en el diván, cada vez que estaba por «tocar fondo» en su discurso, movía su cabeza de tal modo que pudiera verme. «¿Por qué me está vigilando, G? -le pregunté. A lo que me respondió de inmediato y sin dudar «¿qué tal si no sigue aquí?». Cualquiera podría pensar que ese miedo, esa duda, es injustificado, pues en un consultorio donde sólo hay una puerta y donde al cerrarse sólo había dos personas, es imposible que fuera de otro modo. ¿Pero quién está ahí con G? ¿Yo, Héctor Chávez? ¿Alguien más? ¿Quizá una ausencia que ocasionalmente se disfraza de presencia o viceversa? Parece que G estaba ahí, en soledad, arrojado a la existencia, flotando…

La barca de Caronte (1909), de José Benlliure y Gil

La figura del psicoanalista siempre me ha resultado algo especialmente fascinante; figura que comparto opinión con muchos colegas que se asemeja, por un lado, con Caronte, y por el otro con Virgilio. La mitología griega nos decía que Caronte era el encargado de transportar a las almas a través del Aqueronte, siempre y cuándo tuvieran una moneda para poder pagar el viaje. «Sin dinero, no hay análisis», podríamos decir y así es, porque algo se gana y algo se pierde. El valor de cada cosa depende de cada uno. El analista, en su labor de barquero, lleva en el diván al paciente a través de la tempestad de las dudas, el miedo, el dolor, pero también no descuidemos que toda alegría, toda pasión, sin prudencia pueden terminar mal. Justo ayer, en una devolución a A, le decía «de nada sirve ser valiente si no se es prudente». De hecho, la etimología griega de Aqueronte nos explica que es «río de dolor». Cuando las pasiones se descontrolan, hay dolor asegurado. Debe haber alguien que ante tanta exaltación existencial, logre controlar, contener y mantener la barca estable para llevar al pasajero a puerto. El viaje no es fácil, nadie prometió que lo fuera.

En un viaje compartido

La otra figura que puede simbolizar al psicoanalista es la de Virgilio, aquel antiguo poeta que en la Divina Comedia guió a Dante a través de los círculos del Infierno. Lo curioso no es que el compañero fuera un poeta, sino que fuera precisamente un acompañante en un viaje no tan placentero a través del dolor y las lágrimas. ¿Quién está dispuesto a decir «yo voy» a un viaje que no ofrece recompensas inmediatas? No es tan fácil ni sencillo jugar a ser viajero. «¡Oh vosotros los que entráis, abandonad toda esperanza!», rezaba un señalamiento a la entrada del Hades. Pero, ¿será que el analista es el mismo demonio que abre la puerta a ese lugar de «tormentos»? En la famosísima novela de Bram Stoker, Drácula (1897), el Conde al recibir a Jonathan Harker en su castillo le dice: «Bienvenido a mi morada. Entre libremente, por su propia voluntad, y deje parte de la felicidad que trae». Sutil invitación que se resume en una tres palabras que ofrece el analista al analizando (paciente): «Qué tal, pase». Esa felicidad que menciona el demoniaco ser, me es obligatorio advertir que no es sino una cortina, un auto-engaño que se interpone a un «estoy bien… pero». Al entrar al consultorio, se deja atrás el engaño, la máscara, el personaje que inventamos, para que podamos entrar las personas, aquellos que lloramos, aquellos que tememos, aquellos que sonreímos, aquellos que amamos, etc. Virgilio nos dice: «Todo lo vence el trabajo rudo y la necesidad aguijoneada por las adversidades».

Dante y Virgilio en el Noveno Círculo del Infierno (1861), de Gustave Doré

Se puede entrar sonriendo y salir llorando; entrar sin esperanza y salir renovado, sea como sea, se entra para poder seguir siendo sin cadenas, avanzando por la vida sin negarla y aprendiendo que no todos los días tienen que ser soleados y frescos, que no todas las noches tienen que dar miedo en el corazón de los hombres. En efecto, ¿en qué carajo pensaba Freud? En tantas cosas que me hacen, al menos a mí, admirarlo y respetarlo, porque no fue fácil empezar por él mismo, no fue fácil ser él mismo, no fue fácil atreverse a ser barquero y acompañante, no fue fácil aventurarse a lo desconocido. De hecho, él, con toda humildad, expresaba: «He sido el hombre más afortunado: nada en la vida me ha sido fácil».

Cuando llegue el momento

Queridos(as) lectores(as), yo sé muy bien lo que una resistencia puede significar a la hora de «aventarse» a una experiencia como ésta. Créanme que entiendo el miedo que existe a encontrarse con los demonios del alma, a enfrentarse a las palabras temidas por no ser expresadas y es por eso que les digo: no están solos. Esta vida no es sencilla, todos cargamos con pasados concretos, con cosas hermosas y terribles, con momentos inolvidables y otros que pretendemos que sí los olvidamos, pues la vida no es ni buena ni mala per se, es sólo que al ser protagonistas de ella, parece que nos toca un papel que representar: a veces somos los buenos, a veces los malos, a veces héroes y a veces villanos, en ocasiones víctimas, en otras victimarios. Pero, sea como sea, en esta vida estamos juntos, pasando por desafíos constantes, que a pesar de todo, no deben ser más que nosotros mismos y que nos nieguen la posibilidad de mirar agradecidos todo lo que hay por hacer y por decir. Porque, además, nada ni nadie puede ocupar el lugar que ustedes ocupan.

Una vez en el diván, dejen que Caronte los lleve hasta Virgilio, y se darán cuenta al final, que el viaje se tomó una pausa, que ya no pesa tanto el cuerpo, y que hay nuevos senderos por recorrer. Cierren los ojos y que de ellos salga todo. Mas nunca cierren el corazón, pues también necesita siempre de aire fresco. De luz. De esperanza.

¡Buen viaje!

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