«Quien cree que las frutas maduran al mismo tiempo que las fresas, nada sabe sobre las uvas».
-Paracelso
Queridos(as) lectores(as):
Es muy común que hoy en día pareciera que cada uno tiene una verdad incuestionable y que sienta la urgente necesidad de expresarla y, en su proceso, pasar por encima de los demás. En algún encuentro anterior habíamos señalado que si bien vivimos en el mundo de la doxa (opinión) y que cada uno tiene la suya, no podemos descuidar que en efecto existe una Verdad (objetiva) y que nuestra subjetividad no trata de verdades particulares. El modo de ser o de existir de cada uno es en sí mismo la expresión de la propia experiencia.

En la clínica psicoanalítica buscamos que quien viene a con nosotros no se sientan en ningún momento juzgado por nuestra parte. De hecho, la invitación es la misma: «Por favor, diga lo que piense evitando censurarlo, aquí nadie le juzga». ¿Qué ganamos con juzgar al otro? Independientemente del contexto, el juzgar a los demás parece que nos sitúa en una posición moral intachable en la que nos autorizamos a señalar los problemas, defectos, hasta pecados, de los demás. ¿Con qué fin? Y lo que es peor, a veces descuidamos que al juzgar al otro lo hacemos de manera pública, así que no sólo hacemos que se sienta mal la persona, sino que lo exhibimos y dejamos en ridículo. Hoy en día, las redes sociales nos acerca peligrosamente a excesos terribles en ese tipo de tratos, empeorando la acción con el hecho de que muchos se mantienen en un «seguro» anonimato.
Corregir con humildad y amor
Hace acaso unas cuantas horas, tuve la mala fortuna de presenciar un momento bastante incómodo en el que a una persona de las labores de limpieza de cierto banco, el gerente le llamaba la atención de modo cruel e insensible sin importarle que muchos estuviéramos presenciando tal «espectáculo». Cosas como «es que gente como tú no entiende», «por algo estás haciendo esto y no otra cosa en la vida», entre otras, fueron suficientes para que algunos clientes interviniéramos a favor del joven. ¿Qué ganaba el gerente con ese trato tan miserable? Llamar la atención. No hay más. Pero, en esa falta que pretendía llenar, su acción estaba haciendo pedazos a otra persona. Ya después de que le hicimos entrar en razón, el gerente no tuvo otra más que pedirle perdón al joven. Podríamos pensar que incluso eso se volvió algo humillante para él. Y sí, seguro lo fue, porque es lo que ese tipo de acciones logran: humillación tras otra.
Cuando estudiaba en la secundaria y en la prepa, conocí la acción conocida como «corrección fraterna». ¿De qué trata? Cuando estamos presenciando algo que se está llevando a cabo por parte de otra persona, y que no es del todo correcta, procuramos encontrar un momento justo para acercarnos a esa persona, apartarnos a un lugar más privado y con total humildad hacerle ver lo que nos ha parecido mal o incorrecto. La persona, también con humildad, quizá tenga la oportunidad de reconocer su error (en caso de realmente haberlo) y podrá enmendarlo para hacer mejor las cosas la próxima vez. Esa corrección fraterna es un método que puede ayudarnos en el día a día para evitar precisamente que las cosas malas ocasionen otras igual o peores.
Magnanimidad y asombro
Nadie estamos absueltos de cometer errores, eso es lo que nos hace ser perfectamente humanos. Pero sí es posible tratar de cometer los menos e, incluso, hacer las cosas mejores día con día. De eso se trata el principio de la magnanimidad: apostar por ser mejores. Hoy en día vemos un desgaste constante en muchas cosas que vivimos a diario. Parece ser que el cansancio, el tedio, la desesperación, etc., nos van ganando a lo larga de la jornada. Hablábamos en el encuentro anterior sobre la sencillez y cómo ésta nos ayuda a ser más prudentes y pacientes. Uno de los grandes temores es que el ser humano pierda la capacidad del asombro. «Cuando no sepamos qué hacer, preguntémosle a un niño», no es que el pequeño tenga la respuesta directa, pero su imaginación y creatividad nos pueden orientar a ver de otra forma el problema que tenemos.

Hay veces que el trabajo y los estudios pueden llegar a sentirse en demasía sofocantes. Ni qué decir cuando la rutina se apodera de nuestras vidas. Hacer lo mismo una y otra y otra vez vaya que es desquiciante, pero el problema no radica en ello, sino en el modo en el que lo hacemos. Por eso es que uno de los primeros pasos es evitar el juzgar al otro, porque en buena medida en eso nos estamos juzgando a nosotros mismos. A mis analizandos suelo decirles «no seas tan duro contigo», porque de nada sirve castigarse y joderse más la vida. Hay que encontrar cierta serenidad libre de juicios que están de más. El acto de juzgar siempre es una sentencia que no da paso a otra posibilidad. Nunca sabemos el infierno que el otro está llevando en silencio.
Quizá la apertura del corazón al encuentro con el otro sea más linda y cálida si lo hacemos desde el amor y no desde los complejos. No todos tienen que estar de acuerdo con esto a la hora en la que lo hagamos nosotros, pero cierto es que para que se noten cambios en el mundo, uno debe comenzar con sí mismo. También, la corrección fraterna es algo que podemos hacer para con nosotros mismos en algo que conocemos como «reflexión diaria». Pero, sin humildad ni sencillez, de nada nos sirve «darnos cuenta de lo que está mal con nosotros», si no aprendemos de ello y buscamos enmendar.
