«En dos minutos me ha hecho usted feliz para siempre. Sí, feliz. Quién sabe, quizá me ha reconciliado usted conmigo mismo. Quizá ha resuelto mis dudas… «.
-Fiódor Dostoievski (Noches blancas)
Queridos(as) lectores(as):
Hace días que vengo pensando en este tema y en realidad no es nada sencillo, pero hay que seguir intentando. Desde hace varios años, la sociedad está muy acostumbrada a señalar, a ser la que juzga, a ser la que indica el camino correcto, etc. Sin embargo, ¿por qué pareciera que nos sirve más de pretexto que para una auténtica reflexión? Si bien es cierto que la sociedad erige cientos de normas y leyes para la «sana convivencia» entre los individuos que la conforman, ¿por qué es que no se genera también una posibilidad de sana relación con nosotros mismos?
No hay nada más fantástico e intolerable a la vez que el propio deseo. ¿Quién se sabe escuchar realmente y se deja llevar por lo que el deseo le puede llegar a pedir a gritos? ¿Es que acaso podemos realmente captar el mensaje que se nos está dando? Es difícil orientarse hacia la realización del deseo en tanto que muchas veces va en contra de lo que la sociedad determina. Ante algo así, ¿cómo poder asegurarse algo que, a nuestro creer, podría otorgarnos un cierto placer? Decía el Oráculo de Delfos: «Conócete a ti mismo». ¿Pero se puede hacer eso evitando las estructuras que nos atraviesan día con día?
El que calla, otorga
Siguiendo con el texto con el que empecé este encuentro, Noches blancas (1848), siendo uno de los textos más conmovedores del escritor ruso, Fiódor Dostoievski, hay otro cuestionamiento que me parece importante traer en estos momentos: «¿Por qué no decir sin rodeos lo que tiene uno en el corazón, inmediatamente, cuando sabe uno que su palabra no se la llevará el viento?». Es muy común el silencio en las personas por diversos motivos: falta de confianza, miedo, duda, nervios, etc. Bien decía Sigmund Freud que existe el miedo al fracaso, pero también el miedo al triunfo. ¿Qué pasa si lo que decimos nos garantiza lo que estamos buscando? Esto lo pienso específicamente en situaciones tales como una declaración de amor. De hecho, si no han leído el cuento de Dostoievski, me animo a decir que es justo un fascinante recorrido por la angustia de decir un «te amo» y sus consecuencias. No diré más, por favor, léanlo.

Muchas veces solemos decir que sabemos lo que queremos decir, sin embargo, por x o y razón no nos animamos a hacerlo. Insisto, hay muchos factores para entender eso. Sin embargo, no hay que descuidar que todo aquello que callamos y que se acumula con todo y su carga de afecto en nosotros, tarde o temprano el cuerpo encuentra la manera de gritarlo. La enfermedad es una de ellas. Ahora que lo pienso, cuando dicen «está enfermo de amor», quizá tenga mucho que ver con el hecho de la incapacidad de poder manifestarlo y todo eso se vuelve en su contra en una delirante situación que enferma y daña. «El que calla, otorga», dice el sabio refrán.
La batalla más dura
No hay nada más neurótico que batallar día tras día con uno mismo. «¿Haré esto o no? ¿Qué pasará si lo hago? ¿Y si no?… «, tantas preguntas desquiciantes que terminan por rendirnos ante la imposibilidad que surge de nosotros mismos hacia la misma posibilidad de vivir la vida. Y no, no es nada sencillo romper con eso. Por eso es que la batalla más dura es la que se libra contra uno mismo en la persecución inconsciente de nuestra propia libertad. Volviendo al tema del amor, ¿cuántas veces no nos hemos visto relacionados en situaciones así? Pienso, por ejemplo, en el legendario Cyrano de Bergerac (1897), del escritor francés, Edmund Rostand. Un hombre valiente, tenaz, con arte en la esgrima y en la batalla, poeta y filósofo, y condenado, no por su gran nariz, sino por el amor inconfesable hacia su propia prima, la hermosa Roxanne…

Lamentándose, el pobre Cyrano recita esto: «El alma que ama y revelarlo no osa, con la razón se encubre pudorosa. Me atrae un astro que en el cielo brilla; mido su altura, en mi ruindad reparo y, por miedo al ridículo, me paro a coger una humilde florecilla». Quizá el pretexto que podría poner el propio poeta era su enorme nariz, ¿quién podría amarle con semejante atributo? Pero no, lo cierto es que no es así. ¿Cómo podría –más bien– permitirse ser amado por Roxanne? ¿Quién se enamora de quién y por qué? A lo largo de esa hermosa historia, se nos demuestra que la bella mujer se enamora más y más de la prosa, de la expresión, de las palabras, de la hermosa conjetura de las palabras. Ciertamente, aunque el joven y apuesto Christian era «su caballero», ¿qué es de un cascarón sin su valioso contenido?
Más allá de uno (mirándose al espejo)
¿Qué es lo que hay ahí sino lo que hay? ¿Qué es lo que es sino lo que es? Preguntas muy filosóficas que nos obligan a preguntarnos qué es lo que nos limita realmente a ser sinceros con nosotros mismos y a armarnos de valor para expresar todo lo que sentimos, todo lo que callamos, todo lo que nos parece tan poca cosa para poder compartirlo. ¿Quién es capaz de brindar un valor cuantitativo al decir de cada uno de los hombres que habitamos este planeta?
Cyrano nos revela el significado del ser artista para los demás: «Cuando yo hablo, vuestra alma encuentra en cada una de mis palabras esa verdad que ella busca a tientas». A veces tenemos que hacernos con expresiones ajenas para poder encontrar la nuestra. El artista, el poeta, encuentra las palabras que nosotros no hemos podido, pero no es que hagamos uso de sus poemas para darnos a entender, para manifestar sutilmente nuestro sentir hacia otra persona, sino que nos ayuda a ejercitar nuestra alma y así ir fortaleciendo nuestro propio valor y a resignificar todo cuanto sentimos para compartirlo y permitirnos vivirlo.
La poesía, al final, es una herramienta para acceder a nuestro propio corazón para redescubrirlo.
