Amar al otro, me duele

«¡Sí! ¡Sé de dóde procedo!

Insaciable cual la llama

quemo, abrazo y consumo.

Luz se vuelve cuanto toco

y carbón cuanto abandono:

llama soy sin duda alguna».

-Friedrich Nietzsche (Ecce Homo)

Queridos(as) lectores(as):

En una sesión que tuve con una de mis pacientes (D), surgió un tema que ha venido resonando mucho en los últimos años, y sin embargo no resulta para nada algo nuevo: el malestar de nuestra existencia. Muchos son los que aspiran en dirección de la expectativa, confiándose en ciertas cosas que, esperan, se puedan llegar a cumplir y/o realizar. Sin embargo, la expectativa es fiel amante de la decepción y en cualquier momento nos la presenta. ¿Y qué pasa luego? Se pierde el sentido de lo que hacemos, pero también de lo que somos. La sentencia existencialista, recurrente en muchos encuentros nuestros, gusta de recordarnos siempre algo: no somos, estamos siendo. Y ser implica también equivocarse.

En El pequeño camino de las grandes preguntas (que se ha vuelto uno de mis textos favoritos), Mons. Mendonça nos dice: «¿Qué le da sentido a la vida? No lo que hemos hecho. Sólo un ingenuo es plenamente feliz con lo que ha conseguido, sin comprender que debería haber hecho el triple, cien veces más. […] Cada vez creo más que colocarnos, con humildad y confianza, en la frontera de un futuro que sea más grande que nosotros. Comprender que somos siervos de lo que vendrá». Hace tiempo, aprovechando lo que comparto, les hablaba de la magnanimidad, que no es otra cosa que apostar por ser mejores, por hacer las cosas mejor. Y eso, es lo que también nos posibilita el ser ser humanos.

Hoy duele… ¿existir?

Nadie nos aseguró en ningún momento que el hecho de existir sería algo lindo y hermoso en todo momento, muy por el contrario, se trata en sí de una experiencia de constante pérdida pero que de un modo u otro, nos garantiza siempre algo más. Recuerdo esas frías palabras del poeta peruano, César Vallejo, donde plasmó su profundo sufrimiento de una manera directa y sencilla en su célebre poema Los dados eternos: «Dios mío, estoy llorando el ser que vivo». Día tras día, los seres humanos experimentamos un sinfín de emociones que terminan por confundirnos y desesperarnos, en buena medida, inquietando todo lo que somos y lo que decimos ser. «Lo mejor que puedes hacer es desesperar», diría Kierkegaard.

Un factor que nos permite darnos cuenta de que estamos siendo algo que no nos gusta, que estamos haciendo algo que no nos gusta, y demás, es precisamente la desesperación. Esta «sacudida» que la vida nos da nos mueve todas las estructuras que nos componen. «¿Estoy haciendo lo correcto? ¿Podría hacer algo más? ¿Qué puedo hacer?», etc., preguntas que todos nos hemos hecho y que muchas veces no logramos responder de manera directa y en otras tantas mucho menos de manera sincera. Ese desconocimiento debe ser la guía para adentrarnos en la vida auténtica y buscar no sólo responder, sino ser y hacer.

Amar como sentido

Recuerdo que en una ocasión leía un texto de Fiódor Dostoievski que me pareció conmovedor, aunque su temática fuera un tanto oscura. Me refiero a El sueño de un hombre ridículo (1877). En dicho cuento, grosso modo, el protagonista es un hombre perdido en el absurdo y el nihilismo; durante una noche en San Petesburgo, al ver en el cielo una estrella solitaria, le despierta el deseo de quitarse la vida que ya había tenido tiempo atrás. Una niña acude al protagonista para pedirle ayuda para su madre moribunda, pero éste se niega y se decide a quitarse la vida. Una vez en su casa, el hombre teniendo un revolver ya listo para la acción final, entra en remordimiento por la manera en la que trató a la niña. Se queda dormido y cae en un profundo sueño de desesperación. No quiero contarles todo, porque los animo a que lo lean, pero debo cerrar esto con lo que descubre el protagonista en el sueño: amar al otro como si fueras tú.

Dostoievski era un hombre profundamente religioso, y en buena medida atormentado. Pero que tenía la enorme capacidad de transmitir enseñanzas cristianas a través de sus magníficas obras existenciales. En un mundo donde el amor es la clave, ¿cómo podría existir algo malo? Hablamos de una utopía en buena medida, sin embargo, ¿por qué al pensarlo así hacemos todo para demostrar que no puede ser de otra manera? Quizá por que nadie se atreve a apostar por lo contrario, y quienes lo hacen, son tachados de locos, de sumisos, de débiles incluso, por no hablar del abuso hacia ellos por quienes encuentran ventaja en sus bondadosas acciones.

¿Para qué amar entonces?

Uno de los principales reclamos que mis colegas y yo llegamos a escuchar en el diván con nuestros pacientes, es precisamente eso del «amor mal pagado». Pero volvemos al reino de la expectativa. ¿Qué es exactamente lo que estamos esperando que suceda cuando amamos a los demás? Me parece que primero tendríamos que preguntarnos algo más importante: en nuestro amor, ¿estamos dando lo que el otro quiere/necesita? Porque me parece que partimos desde nuestra propia falta para «satisfacer» al otro. Ciertamente, no hay nada más lindo que ayudar a los demás por amor, pero queramos o no, la expectativa se mantiene a modo de ser correspondidos aunque sea de una forma que digamos que es casi igual de linda que nuestro acto. Y cuando no hay ni una sonrisa o un «gracias», quedamos «decepcionados», heridos y tristes… ¡no nos aman como nosotros a ellos sí!

Ahora bien, «amar y servir» (lema jesuita), es en verdad muy importante que lo entendamos para que no caigamos en esas dolorosas afirmaciones. En el amor hay un desapego de nosotros mismos con la intención de ayudar, de hacer felices, de proteger a los otros. Pero, ¿qué tanto hay que desapegarse como para olvidarnos de nuestro propio amor? El ser humano es en sí fascinante porque es capaz de mil cosas, menos de equivocarse o de enterarse tan siquiera de esa posibilidad. ¿Por qué? Porque reina en nosotros un egoísmo silencioso que se ve constantemente amenazado por la necesidad de amor y afecto hacia nosotros mismos cuando nos vemos y confesamos incapaces de sabérnoslo dar.

Quizá, el malestar resida en buena medida en los ojos que miran, pero que no pueden mirarse a sí mismos. Habría que pensarlo…

Deja un comentario