«La esperanza hace que agite el náufrago sus brazos en medio de las aguas aun cuando no vea tierra por ningún lado»
-Ovidio
Queridos(as) lectores(as):
Hace unos días recibí un mensaje de uno de ustedes. Agradezco la confianza y espero de corazón que encuentren la pronta y más certera solución a sus problemas. En dicho mensaje, una frase me cimbró en lo más profundo: «…¿en verdad valdrá la pena el dolor que vivo? ¿Qué nos queda?». En algún encuentro anterior, les compartí una anécdota que mi papá me contaba desde niño, me refiero a la de Alejandro Magno y que con gusto vuelvo a repetirles. Después de una batalla, uno de sus generales y más cercanos amigos, Perdicas, le cuestionó a Alejandro que siempre repartiera entre sus hombres los botines de los lugares conquistados y que él no se quedara con nada de ello, a lo que la respuesta del conquistador fue: «Mi amado Perdicas, yo me quedo con la esperanza».

Un muy querido amigo sacerdote siempre nos decía en sus sermones: «Las cosas pasarán, y eso será lo mejor». Cuando nos decía eso, nos hacía reconocer nuestra humanidad en el hecho de que el mañana es algo que está fuera de nuestras manos, en tanto que hay cosas en él que no dependen directamente de nosotros. La esperanza, por tanto, es dejar que pase lo que tenga que pasar y, a partir de ello, continuar. El «tú confía» va en dirección a que confiemos en nosotros mismos también, de que ya veremos qué hacer.
A la orilla del río
Cuando era niño, una amiga de mi mamá nos contaba a sus hijos y a mí muchas historias. En esta ocasión recuerdo con especial agradecimiento una. Es breve, por lo que también la quiero compartir con ustedes:
En un lugar allá por donde los sueños comienzan, un niño estaba sentado a la orilla de un hermoso río. Todos los días, después del colegio, el niño no podía descuidar el poder ir a ese lugar y sentarse por varios minutos. Lleno de curiosidad, un joven pescador se acercó al niño y le preguntó por qué siempre iba a sentarse al mismo lugar sin hacer nada más. El niño le contestó: «Es que estoy seguro que un día podré ver el mar». El pescador, entre el asombro y la burla, le dijo: «¡Vaya! ¿Pero cómo verás el mar si sólo te quedas aquí mirando este simple río?». «Ya lo verás -dijo con calma el niño-, un día sé que será». Pasaron los años y no se volvió a ver al niño. Un día, el pescador, que ya contaba con poco más de 50 años, vio llegar un navío hermoso a través del río. Maravillado, se acercó para verle mejor. Muchos eran los productos que traían en el barco. Entonces, vio bajar al capitán. «¡Qué hermoso barco, capitán!». El capitán, sonrió al verle y le contestó: «Gracias. Se lo agradezco. Y todo comenzó con la idea de ver un día el mar».

Este relato, nos habla de dos partes: en primer lugar la esperanza que las personas tienen y en segundo lugar, quienes están para intentar destruirla. El Corán tiene una parte en la que recuerdo que dice: «Aquellos que tienen grandes sueños y mantienen sus promesas, deberán estar listos para hacer grandes sacrificios». ¿Por qué será que el sacrificio va de la mano con el placer de la realización de metas y sueños? Porque no podría ser de otra manera. Recordando a Aristóteles, él sostenía que lo importante entre el punto A y el punto B es el recorrido o el proceso que hay entre ambos. Porque uno encuentra mayor beneficio por todo lo que aprende en el recorrido, y al llegar, llega con manos llenas.
La esperanza requiere no especular
El sociólogo alemán, Ivan Illich, decía que «debemos redescubrir la distinción entre expectativas y esperanza». Si hay cosas del mañana que no dependen de nosotros, tendríamos que entender que la expectativa es una suerte de exigencia al futuro. Queremos y deseamos tantas cosas, que por muy buenas y nobles que sean, no tienen que ser nada más porque sí. Solemos confundir muy a menudo la esperanza con la expectativa. Claramente, todos decimos que «sabemos» lo que sería lo mejor que podría pasar para nosotros, sin embargo, la lógica de la vida no funciona así (planteando que exista tal cosa). La esperanza es un recordatorio de que el mañana siempre nos dará algo, unos podrán decir que lo necesario, lo que tiene que pasar, y otros dirán que será lo peor, algo que lamentaremos después. La subjetividad es el distanciamiento de la Verdad en la mayoría de las veces. Y cada quien dirá lo que ya ha vivido proyectándolo al porvenir.
Pero no caigamos en la fina y delicada tentación de querer planear sobre el aire. La esperanza debe ser una apuesta por la vida. Pase lo que pase y como tenga que pasar. Los frutos se irán viendo, pero no olvidemos que hay frutos que se pudren o que no tuvieron el suficientemente tiempo para madurar. Lo importante en todo esto es que siempre habrá alguien más en el camino. Y ese alguien es un misterio. Ahora bien, si la esperanza no la encontramos, habrá que serla nosotros mismos, abrazando nuestra vulnerabilidad que nos hará descubrir nuestra humanidad y con ello la fuerza amorosa de la empatía y del servicio. Acá en México decimos «hoy por ti, mañana por mí». En la carrera de la vida, a cada uno de nosotros nos corresponde en algún momento ser relevo del otro.

No sabemos qué pasará, pero en esta existencia compartida, sabemos que solos no estaremos. Sólo hay que eliminar el nombre y el rostro, para poder acceder al otro desde la bondad. Y poder así alimentar la esperanza, no hay más.
