La «creación» del amor

Queridos(as) lectores(as):

¿En qué momento despertamos de ese «sueño de amor»? Es decir, cada uno de nosotros tenemos una facultad única y sin igual: somos creadores. En alguna ocasión, Nietzsche sostenía que el ser humano era un ser creador. ¿Y estaba en el error? Me parece que no. De hecho, gracias al denominado genio artístico (que todos tenemos de un modo u otro), somos capaces de expresar un sin fin de cosas sobre nosotros mismos. Hay quienes escriben cartas, poemas, cuentos; hay quienes tienen un talento para lo plástico, otros para lo musical, otros para la danza, etc. Pero, me parece, todos somos artistas en el tema del amor.

Como es costumbre aquí en estos encuentros, al tratar una noción tan compleja, sería importante que nos centráramos en un mito antiguo para poder explicar y/o entender un poco más y reflexionar al respecto.

Galatea y Pigmalión

Pigmalión era el regente de la isla de Chipre. Un hombre bueno, amable y preocupado siempre por el bienestar de su pueblo. Pero también era un artista notable que gustaba de obsequiar a los suyos bellísimas obras de arte. Todos lo amaban y querían, no había quien no admirara al rey de los chipriotas. Era tanta su devoción a los demás, que rehuía de todo placer terrenal para sí. Preocupados por su «exageración», sus familiares y amigos le pedían que buscara a una buena mujer para que pudiera tener descendencia, pero sobre todo, que fuera quien le devolviera el mismo amor que él brindaba a los demás. Cosa que nunca despertó mayor interés en Pigmalión.

Pero sucedió una vez que nuestro gobernante se empeñó en moldear la estatua de mujer más bella que pudiera haber hecho en toda su vida. Cabe decir que para los demás, las obras de Pigmalión eran tan perfectas que sólo les faltaba un soplo de vida para que fueran seres vivientes. A esta estatua, que logró crear de una manera tan perfecta, la terminó por vestir con los mejores vestidos, adornándola también con las más hermosas flores y las más deslumbrantes joyas de su reino. A su creación le dio el nombre de Galatea. Sin embargo, era tan hermosa esa estatua, que nuestro querido Pigmalión terminó enamorándose perdidamente de ella.

En aquel tiempo, los chipriotas tenían sus festejos anuales en honor de la diosa Afrodita, cosa que ayudó al valeroso rey a pedirle suplicante a la diosa: «¡Concédeme, hermosa entre las más hermosas, que Galatea tenga vida y que pueda amarla más de lo que ya la amo!». Y debido a que era un buen hombre, sus suplicas llegaron a los oídos de la diosa, la cual no dudó en concederle su deseo. De ser una hermosa estatua, Galatea terminó siendo una mujer tan bella que inclusive los susurros chipriotas se atrevían a afirmar que era más bella que la propia Afrodita. Cuando Galatea tomó vida, Pigmalión se le acercó amorosamente y le preguntó si le gustaría ser la reina de Chipre y gobernar a su lado, a lo que la ahora mortal contestó: «Mientras sea tu esposa, no importa el reino que sea ni la condición que ofrezcas». Y ambos reinaron por años, siendo amados y respetados por su pueblo.

Me amo, que diga, ¡te amo!

Todos quisiéramos que el amor fuera tan fácil y hermoso como el mito que acabo de compartir. Sin embargo, no es así. Esto del amor es algo que nos lleva a pensar, muchas veces, si es que no es una auténtica locura. Y vaya que lo es. Freud sostenía que el enamoramiento era un estadio psicótico de la personalidad, pues no hay nada más cercano a la locura que el estar enamorados. Pero, ¿es que acaso está mal enamorarse? Por supuesto que no. Lo que está mal es el modo en el que lo hacemos.

Vamos a recuperar el momento en el que Pigmalión empezó a crear a Galatea. Él depositaba lo bello en ella, de modo que uno podría pensar que lo que él conocía sobre la belleza era lo que su corazón era para los demás. Por lo tanto, el enamoramiento nos hace ver al otro pero de manera parcial. Aunque lo más correcto sería decir «de manera idealizada». ¿Qué tanto habrá enfocado su mirada el rey chipriota sobre Galatea que descuidaba la realidad (de que era una estatua)? Imaginemos, pues, el momento en que la belleza lo desbordó al punto de caer en cuenta que no era real, por lo que pidió con mucha fe y desesperadamente a Afrodita que le concediera vida a su creación «para poderla amar más de lo que ya lo hacía». Con esto podemos decir que vemos al otro en as dimensiones que se establecen a partir de nuestro propio narcisismo. En otras palabras, el amor idealizado es un «lo que me gusta de ti es aquello que yo proyecto mío sobre ti». El Gato de Verdaguer (cómico argentino) decía: «Mi mujer y yo fuimos muy felices, hasta que un día, nos conocimos».

Después de ti, yo

El amor al otro es en sí un acto de renuncia a nuestras propias expectativas y especulaciones. Regresando a Freud, parafraseándole, decía que «el amor requiere un acto de humildad de renuncia a nuestro propio amor (narcisista)». Quizá lo que convendría pensar en todo caso sobre el enamoramiento es que, tarde o temprano, tendremos que ver y aceptar al otro tal y como es, no como queremos o pensamos que sea. Amar al otro, por tanto, es amar lo distinto. Y como en la vida: ¡dejarnos sorprender!

Pienso en tantas listas que a lo largo de los años hemos hecho sobre cómo sería nuestro amor ideal, la persona perfecta para nosotros. Pero, ¿cuántas veces nos hemos equivocado en plasmar nuestro nombre y corregirlo a toda prisa en cada una de esas listas? Es en verdad un ejercicio de la memoria fantástico y que les recomiendo ampliamente llevar a cabo. Hay mucha exigencia, demasiada demanda, cosas que hasta parecen «salirse de nuestro presupuesto». Una vez hice este ejercicio con unos alumnos y siempre habían características que coincidían: que sea guapo(a), que tenga buen cuerpo, que me trate con amor, que yo sea todo para él/ella, que me haga reír, etc. Hasta que de repente, tras la pregunta «¿cómo sería el amor ideal para ti?», una respuesta me sacó la más sincera de mis carcajadas: «Con que exista y que me lo tope, tengo».

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