«Siento en mí una energía que me permitirá hacer frente a todos los sufrimientos, con tal que pueda decirme a cada momento: ¡Existo!»
-Fiódor Dostoievski (Los hermanos Karamazov)
Queridos(as) lectores(as):
Como se ha vuelto una alegre costumbre, los viernes sostengo un encuentro muy especial con uno de mis más queridos amigos, un hermano, que se llama Martín. Los dos encontramos juntos ratos de auténtica y serena reflexión en torno a distintos temas que nos incumben en la investigación filosófica, psicoanalítica y demás. Entre esos diversos temas, el existencialismo se ha vuelto uno de sumo interés.
Otro querido amigo en común, Bernardo, una vez me dijo: «En este tiempo se requiere un nuevo existencialismo». ¿Será? Me parece que la intención original de mi querido amigo se torna en repensar el existencialismo, pero no sin hacer de éste algo nuevo. Es decir, ¿qué puede estar aconteciendo en este tiempo que hace que la existencia entre en un profundo cuestionamiento? Ciertamente no es fácil dar una respuesta aventurada a la existencia, pero sí podemos seguir adelante con la postulación central de esta rama filosófica: estamos siendo.
De la desesperación y el desprecio
La noción de la desesperación siempre nos resulta algo interesante para tratar todo aquello que tiene que ver con el existencialismo. De hecho, sin ella no podríamos hablar del segundo. Es sencillo de entender: si no desesperáramos, la existencia nos importaría muy poco o quizá nada. Cuando el hombre cae en la desesperación, en aquello que Kierkegaard sentenciaba como «el morir sin morir», caen en cuenta de su propia finitud. Y es que es el desenmascaramiento de la falsa ilusión en la que nos sostenemos de que «estamos bien».

La lucha contra la ilusión es precisamente romper la máscara del engaño en nuestra propia vida. El pretender que las cosas están bien para presentar un rostro confiado y en aparente calma, es un ejercicio tan desgastante que el ser humano termina enfermando sin entender por qué. Es una lucha contra la verdad que se ha extendido de persona a persona en este tiempo de apariencias e imitaciones baratas.
La desesperación o la pérdida de la esperanza (incluso del poder morir), nos hace preguntarnos si es que no hay de otra. ¿Pero exactamente a qué nos estamos refiriendo con ello? Sea lo que sea, en el fondo conlleva un malestar profundo y radical contra la existencia, contra la vida misma. Porque, ¿qué otra vida podría ser mejor (o peor) que la que tenemos? No lo sabemos, pero pareciera que en nuestra fantasía tenemos la opción de que definitivamente hay algo mejor de lo que estamos viviendo. Eso no es desesperar, eso más bien es despreciar. Para entenderlo mejor: la desesperación es una privación que apuntala hacia los cambios sobre algo que queremos, mientras que el desprecio es justamente la negación de lo que tenemos.
Soy eso que creo que no soy
Al principio cité a Dostoievski y a su maravillosa novela, Los hermanos Karamazov (1880), siendo la última escrita por quienes consideran el padre de la literatura existencialista. En ella, nos encontramos esto también: «El que se miente a sí mismo y escucha sus propias mentiras, llega a no saber lo que hay de verdad en él ni en torno de él, o sea que pierde el respeto a sí mismo y a los demás». Y esto es importante para lo que estamos tratando en este encuentro. ¿De qué sirve quererse engañar sobre la verdad cuando ésta encuentra siempre la manera de desenmascararnos? Podemos decir que el autoengaño es una herramienta de defensa, una resistencia que nos «ayuda» a lidiar con la vida. Somos lo que queremos ser aunque no lo seamos realmente. «Muy valientes cuando nos escondemos como cobardes», solía decir mi papá.

Pero ese desprecio por la vida misma, interpretando un papel que ciertamente no nos corresponde, es una de las principales causas de la enfermedad neurótica que nos acecha a lo largo de nuestros días. Cuando preguntamos si «no hay de otra», lo que estamos haciendo es renunciar a la posibilidad que somos optando por la falsa ilusión de la posibilidad que no somos. Es un desquiciante baile entre el ser y el no-ser. Una apuesta por la inseguridad misma. Lo interesante de todo este vaivén de identidades, es que olvidamos que el querer ser algo más de lo que se es, conlleva la silenciosa responsabilidad de aceptar lo que eso significa ser, es decir, todo cuanto se sufre también por ello.
Nuestra obra magna
El ser humano, en la actualidad, parece ser que olvida que su mayor proyecto es él mismo. En el 2008, se estrenó la película Synedoche, New York, del director Charlie Kaufman. Me parece que es una producción en suma inquietante y un tanto «desesperante», ya que nos presenta la historia de un dramaturgo que tiene la oportunidad de llevar a escena una obra que ha estado escribiendo. Por no querer arruinarles la trama, ya que me gustaría invitarles a que la vean, hay un punto que debemos rescatar: «Hagas lo que hagas, nadie podrá interpretar tu papel en esta vida».

¿Por qué no existe la serenidad en nuestra vida cotidiana? ¿Por qué es que nos vemos tan presionados por las exigencias tan risibles y ridículas de una sociedad tan inestable como la nuestra? En nuestra inherencia en el mundo, olvidamos nuestra subjetividad y la confundimos con un individualismo salvaje, reforzado por un capitalismo que devora nuestra carne y nuestros huesos, haciéndonos pagar por ello. Por un momento podríamos decir que la serenidad es aprender a ser conformes con lo que se tiene, pero en ningún momento significa quedarnos ahí varados. No, porque precisamente la existencia es hacer lo que se pueda con lo que tenemos. Habrá éxito, habrá fracaso, pero siempre habrá aprendizaje. Lejos de querer ser lo que el otro aparenta ser, seamos mejor lo que estamos llamados a ser: nosotros mismos. Siendo, como diría Nietzsche, «los héroes de nuestra propia vida».
Al final, ¿qué narrativa recordarán los demás sobre nosotros y con qué rostro?
