Empezar de nuevo

«La verdadera filosofía consiste en aprender de nuevo a ver el mundo».

Maurice Merleau-Ponty

Queridos(as) lectores(as):

Sé que he estado «desaparecido» por unas semanas, pero el tener que cuidar a mi papá de 80 años ha sido un poco pesado, sin embargo, acá estoy de nuevo para compartir con ustedes en este breve encuentro semanal.

Hace unos días, me hice con una copia del libro La fragilidad del mundo, de mi querido amigo Joan-Carles Mèlich. Un ensayo en verdad fascinante sobre el tiempo precario. Justo al empezar, el autor comparte la cita de Merleau-Ponty que debe resultarnos importante para una reflexión oportuna de lo que estamos viviendo. Por supuesto que les recomiendo ampliamente el libro. Pero como decimos acá en México, quisiera «poner de mi cosecha» en esta ocasión.

Esto que ves, es lo que es

Muchos autores se han ocupado del tema de la percepción a lo largo de la Historia de la Filosofía y de demás ramas del saber. Cada uno ha aportado cosas maravillosas para seguir ampliando el espectro que tenemos sobre ello. Sin embargo, en los últimos años, pareciera que la percepción ha entrado en una clase de debate que profundiza en la subjetividad descuidando la objetividad. Ciertamente un fenómeno propio de nuestro tiempo «incómodo». En encuentros anteriores, hemos tratado brevemente el tema de la Verdad (así, con mayúscula) y cómo es que la sociedad parece que se aleja de ella por, precisamente, resultar incómoda e, incluso, hasta ofensiva para algunos. ¿Pero por qué?

Estamos atravesando un momento en el que la doxa (opinión) busca imponerse en los discursos que tienen que ver con la Verdad. He escuchado y leído incontables veces aquello de que «cada uno tiene su propia verdad», y sí, es cierto, porque es la verdad con minúsculas, misma que podríamos interpretar como «lo que somos capaces de aguantar que forma parte de un todo». Y si seguimos revolucionando las nociones, en una suerte de deconstrucción muy personal, esas verdades son opiniones disfrazadas por la suavidad y su levedad. Sin embargo, por mucho que busquemos pintar la realidad de los colores que queramos, seguirá siendo la misma, así que tarde o temprano veremos cómo esos colores terminan por diluirse.

¿Y ahora qué?

Parece que en el desesperado intento de hacer la vida «más llevadera», nos olvidamos de aquello que la Filosofía nos ofrece: la contemplación. ¿Qué es eso? La contemplación no es otra cosa que la habilidad o capacidad de poder poner atención de manera detenida, profunda y serena sobre algo. Por poner un ejemplo: cada vez que salgo a caminar (con las medidas preventivas adecuadas), disfruto mucho de poder contemplar los árboles de jacaranda. Me encanta el color, la tranquilidad que me brinda el no distraerme con lo demás. Percibo al árbol dentro de sus límites que se vuelven los míos. No tengo que quitar o agregar absolutamente nada. ¿Qué razón tendría para ello?

No se trata sólo de ver el mundo, sino de contemplarlo. Y para ello necesitamos precisamente calma y serenidad, mismas que hemos despreciado por darle rienda suelta a la inmediatez. Sucede que vamos muy deprisa, con carrera, no sabemos exactamente hacia dónde, pero vamos cada vez más rápido y sin poder detenernos. La sociedad es tan exigente que pareciera que tenemos que competirle para ser más exigentes con nosotros mismos.

En este tiempo tan difícil y complicado, tenemos que justo empezar de nuevo todo. Es una oportunidad que estamos teniendo dentro de la adversidad. Pero empezar de nuevo, ahora, nos permite tener la experiencia previa que hemos generado en nuestros años de vida. Podríamos decir que no estamos empezando desde cero sin más. Recuerdo con mucho cariño las palabras de un querido maestro, el Dr. Jorge Morán (q.e.p.d.), quien decía: «Quiero tomarme un café y que me sepa a café». Lo que quería decir con ello es que pudiéramos experimentar el asombro en todo momento, «redescubrir» las cosas y disfrutarlas.

Antes de despedirme por hoy, quisiera compartirles un fragmento del poema Alastor (o sobre el espíritu de la soledad) de Percy Bysshe Shelly (1816):

¡Tierra, Océano, Aire, amada hermandad!
Si nuestra gran Madre ha impregnado mi voluntad
con algo de piedad para sentir su amor,
y recompensa con el mío su favor,
si la mañana rociada, y el mediodía fragante, y más aún,
el crepúsculo y sus magníficos ministros,
y el cosquilleo de la medianoche solemne y silenciosa;
si el aullido del Otoño que suspira en la madera,
y el traje del invierno se corona con la pureza
del hielo estrellado sobre la hierba cana y las ramas desnudas;
si el jadeo voluptuoso de la Primavera cuando respira
sus primeros besos dulces, -tan caros para mí-;
si ningún pájaro brillante, insecto, o bestia apacible
deliberadamente he perjudicado y, en cambio, he visto
en ellos a mi propia raza; entonces, perdonad
esta jactancia, queridos hermanos,
y conservad para mí una porción de vuestros favores.

Hasta pronto…

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