Avanzando a través de la tormenta

Queridos(as) lectores(as):

¿Qué hemos aprendido, hasta ahora, con la pandemia? Las respuestas pueden ser varias y en verdad muy distintas, pero me queda claro que habrá algunas en las que logremos coincidir. Hay una que me inquieta, que es la que tiene que ver con la salud mental. Cierto es que esta pandemia nos ha puesto a los límites, entre el miedo al contagio y el dolor por la pérdida de seres queridos; la impotencia de no poder hacer nada y la espera, larga y prolongada, de los sistemas de salud y la dependencia que tenemos de ellos por el tema de la vacuna contra el COVID-19.

Debemos ser claros en decir que las vacunas han salido en tiempo récord, y son esfuerzos que debemos agradecer a todos los que se han puesto a la tarea de dar una respuesta ante el gran problema que atravesamos a nivel mundial. Justo ayer estaba leyendo unos textos del escritor francés, Víctor Hugo (1802-1885) y me topé con lo siguiente: «Las emergencias siempre han sido necesarias para progresar. Fue la oscuridad la que produjo la lámpara. Fue la niebla la que produjo la brújula. Fue el hambre lo que nos llevó a la exploración. Y tomó una depresión para enseñarnos el valor real de un trabajo». La pregunta que me gustaría formularles es: ¿qué emergencia los ha hecho necesariamente progresar?

La terapia y los prejuicios

En encuentros anteriores, y como uno de los fines de éste blog, he tratado de promover el romper con los prejuicios que existen sobre las cuestiones que existen sobre la salud mental. Es importante que lo hagamos, porque hoy más que nunca está quedando en evidencia que las personas están cayendo más y más en profundos estados de estrés, depresión, ansiedad y demás promovidos por el miedo, la inseguridad, la tristeza y el dolor.

Hay muchas referencias que podríamos encontrar sobre por qué ir a terapia (psicología, psiquiatría, psicoanálisis), pero nos perderíamos en los infinitos disfraces del deseo individual. Si bien es cierto que uno no va al psicoanálisis, por ejemplo, porque lo necesite sino porque así lo quiere o así lo desea, la idea de ir a terapia nos demuestra que necesitamos del otro para poder hablar o desahogar el malestar.

Si bien la noción «ansiedad» es algo muy compleja y abstracta, debemos reconocer que hoy por hoy es muy recurrente en las conversaciones que tenemos con familiares y amigos. «Me siento ansioso», «esta ansiedad me está matando», etc. ¿Y cómo no? La ansiedad se desarrolla muy apegada a la obsesión que podemos desarrollar debido a la falta de control que tenemos sobre algo o, incluso, alguien. Por tanto, la ansiedad es la caída de nuestra ilusión de control. Y duele… mucho.

El silencio incómodo

Uno de los prejuicios que predominan respecto a la salud mental no es otro sino el «temor» de expresar lo que estamos sintiendo a otro. Es un tema que quizá lo podríamos abordar desde un agente cultural, pero es de sumo interés enfocarlo hacia nuestro propósito clínico. «No pasa nada», «tranquilo(a)», y demás expresiones que tememos escuchar. Pero el dolor mental es tan real como el físico. Tomando parte de un poema de Frieda Fromm-Reichmann, «nunca te prometí un jardín de rosas», tendríamos que pensarlo y aceptarlo. ¿Quién nos ha prohibido llorar y lamentarnos por las cosas que también nos pueden pasar?

Si fuéramos un poco más empáticos con los demás, aprenderíamos a serlo con nosotros mismos. Muchas veces nos presionamos tanto que nos negamos el derecho a llorar, a rendirnos, a decir «ya basta, no puedo más». ¿Eso es ser débil? No, por supuesto que no. Es un reconocimiento de nuestra existencia de manera sincera y humilde. ¿Quién puede estar todo el tiempo «bien» sin que nada le perturbe? No debemos descuidar las cosas pequeñas, cosas como una pequeña espina que quizá no seamos tan sensibles por ella, pero que de cualquier modo está ahí generando una molestia. El silencio es justo la oportunidad que tenemos de escuchar el escándalo de nuestra mente, de nuestro corazón, de nuestro lastimado ser. ¿Por qué negarnos la posibilidad de dejarnos caer?

Duele porque está sucediendo

Hace unos días, escuchaba a una vecina «regañar» a su hijo porque el pequeño le pedía poder salir a la calle a jugar con la pelota. Escuchaba en el llanto del niño una auténtica desesperación. Si como adultos llegan momentos en los que estamos hartos de estar encerrados (los que tenemos el privilegio de poder hacerlo) para evitar enfermarnos, ¿se imaginan lo que pasa con los niños? Pero llegó un punto en el que el pequeñito dijo algo muy interesante: «me duele no estar ahí afuera». Toda la experiencia que supone estar afuera ha de ser algo que en su imaginario le está costando mucho asimilar como una prohibición (por muy preventiva que sea).

Por un lado tenemos el miedo de la madre y por el otro la desesperación del niño. Dos cosas que duelen y calan terriblemente. Después de unos minutos, encontraron una actividad que podría ayudarles a ambos a lidiar con el encierro y los llantos pasaron a ser risas. Pero, aún así, hay un deseo insatisfecho que tarde o temprano volverá a hacerse presente.

En fin, todavía hay mucho por hacer antes de que pasemos por esta tormenta, pero sí tenemos que tener claridad y aprender a escucharnos realmente. No dejemos para después lo que son cosas de auténtica prioridad, y nosotros lo somos. Y como leí en un anuncio cerca de mi casa: «juntos saldremos de esto».

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