Queridos(as) lectores(as):
Antes que nada, agradezco mucho el apoyo brindado por ustedes a esta página, tanto por el hecho de que leen lo que se publica semanalmente aquí como por compartir el contenido. Además, claro, de los comentarios que hacen, sobre todo los que me hacen llegar a mi correo. ¡Es una experiencia edificante poder aprender desde sus propias inquietudes!
Hace unos días, recibí un correo por parte de Jerónimo, donde me pedía (además de información sobre cómo, dónde y con quién comenzar su análisis) si le podía ayudar a entender el tema del encuentro. Al principio, les confieso, se me hizo curioso que me preguntara sobre eso, porque francamente no me decía más. Después de un intercambio de correos, pude llegar a la intención de Jerónimo.
Definir el encuentro
Antes de continuar, quiero compartir con ustedes un breve relato:
Iejiel, el nieto de Rabí Baruj, jugaba una vez al escondite con otro niño. Se ocultó muy bien y esperó a que su compañero de juegos lo encontrara. Después de aguardar un largo tiempo salió de su escondite, mas no vio a su camarada en ninguna parte. Entonces comprendió que éste en ningún momento lo había buscado. Esto lo hizo llorar, y llorando corrió hacia su abuelo y se quejó de su desleal amigo. Entonces los ojos de Rabí Baruj se llenaron de lágrimas y murmuró: “Dios dice lo mismo: Yo me escondo pero nadie quiere buscarme”. (Cuentos jasídicos)
Para poder comenzar con este tema, es preciso que nos centremos en la corriente filosófica del personalismo. Primero, ¿qué es el personalismo? Es una corriente que pone a la persona como centro, concediéndole rasgos relacionales, sociales, trascendentales desde su propia libertad y valor propio. Esto, evidentemente, se desarrolla desde una perspectiva moral. Ahora bien, el encuentro es precisamente la forma o la manera de relacionarse de la persona justo en una relación interpersonal. Para esto, es necesario que exista antes una comprensión de la misma existencia humana con el fin de lograr cambios o transformaciones radicales de sus nociones o conceptos, siempre bajo un análisis ético. Y, como vimos en una entrada anterior en la hablamos sobre Levinas, nos resulta de suma importancia comprender que, sin el otro, no puede haber un encuentro.
La alteridad y la soledad
Para que se pueda producir un encuentro con el otro, es importante tener en cuenta lo siguiente:
- Trascendimiento: no es otra cosa que dejar que el otro sea eso, un otro. Esto implica renunciar al intento de objetivación para poder dar posibilidad a la condición de sujeto al otro. Es vital entender que también se renuncia a un juicio crítico total sobre el otro (sentencia por el prejuicio). Dejarle ser en apertura a su propia dimensión de potencialidad.
- Asumir la soledad: hay que tener presente que la soledad es una dimensión existencial que permite que cada sujeto se adueñe o se apropie de su propia vida, viéndose a sí mismos como lo único e irrepetible, aquello que es singular y aspira a ser auténtico. Sobre todo es asumir que se es alguien irremplazable.
Pero, ¿asumir la soledad es negación de todo tipo de relación? No, de hecho, la soledad es precisamente la primer relación del Yo. Es decir, el yo que se relaciona consigo mismo (Kierkegaard habla del espíritu para explicarlo). Pero para poder ejercer esa soledad, necesitamos un mundo en común para que así pueda existir la alteridad, en otras palabras, para que se facilite el encuentro entre soledades.
Regresando a Iejiel…
Esas palabras «yo me escondo pero nadie quiere buscarme» son las que tenemos que tener más que presentes. Mi querido amigo, Joseph Knobel Freud, una vez compartió el caso de un pequeño paciente suyo. Al final, lo que el pequeñito quería era que lo buscaran, que lo encontraran. ¿Qué no es acaso algo que queremos todos? Es decir, que nos encuentren. Pero cómo queremos que eso pase si nos encontramos cual vagabundos, a la deriva por la vida sin saber exactamente dónde estamos y, mucho menos, qué estamos haciendo. Sucede que «ahí/aquí estamos», pero no nos queremos buscar, porque al parecer nos da miedo encontrar algo que no estamos siendo, algo que no le hemos mostrado al mundo: lo que somos.
Es importante centrar nuestra mirada en nosotros mismos, descubrir que necesitamos la oportunidad de ser lo que somos sin miedo. ¿Qué podría pasar? Dice la sabiduría popular «siempre hay un roto para un descosido». El problema es querer encajar. Habría que preguntarse por qué y para qué. Y eso, al final, nos descubriría que sólo estaríamos perdiendo el tiempo. Cuando uno se «anima» a dejar de pretender ser lo que no es, logra un encuentro consigo mismo, haciendo que los demás encuentros se den de manera más natural, no forzados.
