Queridos(as) lectores(as):
Quisiera hacer una recomendación oportuna: hagan lo que hagan, no dejen de llorar a la persona amada que ha muerto. Porque de no hacerlo, por «hacernos los/las fuertes», podemos sufrir muchísimo más de lo que realmente deberíamos. Bien dicen que el dolor es inevitable, pero el sufrimiento se puede controlar. Desgraciadamente, en la posmodernidad en la que nos encontramos prisioneros, queremos que todo pase rápido, efecto de la inmediatez. Todo toma su tiempo, no hay que apresurar las cosas.
Sobre el duelo, Freud diría que «es la reacción frente a la pérdida de una persona amada, o de una abstracción que haga sus veces, como la patria, la libertad, un ideal, etc.» Sobre esto, a través de la experiencia clínica, debemos resaltar que no se trata de un estado patológico, ya que con el pasar del tiempo, logra superarse. Y es cierto, ya que el dolor y la tristeza que se experimentan, sin darnos cuenta, se va tornando en ternura y el recuerdo ya no duele, nos puede poner tristes, claro, pero ya no es la misma intensidad, ya no es el mismo sentimiento de «desgarre». ¿Qué no acaso cuando perdemos a un ser amado, nuestra vida parece que pierde sentido? Pareciera que el mundo exterior deja de importarnos y nos quedamos «apachurrados», como si nadie fuera capaz de consolarnos. Pero es cierto, nadie lo puede hacer, porque en el velorio no es que falten las palabras, sino que más bien sobran.
Incluso para los creyentes más cercanos a su fe, no pueden dejar de ser humanos en tan triste momento. De ahí aquella pregunta que hace E.S. Discépolo en su famoso tango Canción desesperada: ¿Dónde estaba Dios cuando te fuiste? Los creyentes quisieran que ese padre amoroso estuviera ahí, a un lado, acompañándoles y dándoles una esperanza. Es que la muerte del otro es el nacimiento de nuestra desesperanza. Pero, siguiendo la fe cristiana, ¿qué no acaso un «adiós» conlleva el anhelo de un pronto encuentro? Es ahí donde la fe puede ayudar al creyente a aferrarse a algo en tan gris momento. ¿Y qué pasa con los no creyentes? Bueno, siempre podrán contar con alguien más para sobrellevar su duelo.
Es de suma importancia aceptar que la persona ha muerto, ya que si nos empecinamos en negarlo, nos imposibilitamos a nosotros mismos de todo lo que se debe hacer a partir del evento, haciendo que nuestras demás relaciones se vean comprometidas y severamente juzgadas por nuestra parte. Aceptar que el otro se ha ido y que nosotros nos quedamos. (Esto es práctico: no te mueras con tus muertos, ya que la verdadera herencia que dejan somos los que seguimos aquí. Hay que vivir por ellos lo que ya no podrán, pero sin dejar de ser nosotros mismos, es decir, no vivamos una vida que no nos corresponde).
También debemos deslindarnos de los recuerdos que resultan una verdadera sobrecarga en nuestro pensamiento. Ir lidiando con los recuerdos de un momento a otro, dándonos pausas. ¿De qué sirve torturarse con recuerdos sobre cosas no dichas, cosas no hechas? En otras palabras, saber recordar al difunto con alegría y agradecimiento. Todo a su tiempo. Las culpas ya no existen. Hay que saber perdonar (y así aprenderemos a perdonarnos a nosotros mismos). El otro ya no está, pero seguirá estando. Bien enseñaba el filósofo francés, Gabriel Marcel, que «decirle te amo a alguien, es decirle tú no morirás». La memoria nos permite mantener con vida a nuestros seres amados. De hecho, tiene que ver con la búsqueda de los antiguos griegos de la inmortalidad: seguiremos vivos hasta que dejen de recordarnos (de ahí la importancia de la festividad mexicana del Día de Muertos).
Con todo esto, me atrevo a negar aquello que decía Borges: «Ya no es mágico el mundo. Te han dejado». Es decir, sí, nos han dejado, pero nos han dejado para seguir viviendo, para seguir viendo por los que ellos no podrán ver, ser la compañía de los que sienten solos, aunque ni siquiera los conozcamos. La magia seguirá existiendo, aunque haya muerto el mago.
Un fraternal abrazo a ustedes, que quizá al estar leyendo esto, están llorando a un difunto.
