Vivimos en una época en la que el ser ofendidos es algo que está a la orden del día. Incluso me parece cómico cómo mucha gente está atenta a encontrar razones para ofenderse e indignarse, siendo resultado de muchas campañas que intentan ser una suerte de “concientización” sobre varios y diversos temas de profundo significado social y, por tanto, cultural. No estoy diciendo que no sean temas que deben dárseles importancia, pero me parece que estamos exagerando brutalmente en ello. Retomando lo que decía sobre la gente que está esperando a ser ofendida, los miro y trato de encontrar el porqué de ello. Personas que hace apenas unos años atrás no se preocupaban en lo más mínimo, hoy son los que se rasgan las vestiduras y se proclaman “indignados”. Pero, ¿por qué? ¿De dónde surge esa desesperación?
De la subjetiva normalidad
Tenemos que voltear la mirada hacia el hombre y hacia la mujer, sobrevivientes de la afamada posmodernidad, y darnos cuenta de lo ridículamente sensibles que se han vuelto. Pienso, por ejemplo, en las personas que se asombran por cosas que generaciones atrás lo hubieran visto como algo perfectamente normal. Y con esto de “normal” me estoy metiendo a mí mismo en un problema, ya que tal y como sostenía Michel Foucault, el tema de la normalidad es algo meramente atemporal, pero siempre apuntando hacia lo que se creía en cada momento como lo correcto, lo que estaba bien, lo que la sociedad aceptaba. Hace unas semanas, comencé a hablar con mis alumnos de universidad sobre algunos filósofos, entre ellos Nicolás Maquiavelo, quien afirmaba que el ser humano era malo por naturaleza; que ese ser fantástico, capaz de hacer y de crear grandes cosas, era el mismo que era capaz de perpetuar los más aberrantes actos, siempre en aras de obtener poder y lograr someter a los demás a su voluntad.
A mi creer, deberíamos festejar que lo normal haya ido evolucionando hacia un punto en el que podamos lograr verdaderos avances, sin embargo, mucho me temo que hay quienes han querido forzar de más esa evolución y buscan, entre muchas otras cosas, establecer la absurda idea de que la verdad es relativa, entendiendo por esto último que cada quien goza de su propia verdad. Ya no es que cada quien tenga su opinión sobre las cosas, sino que cada quien tiene su verdad sobre ellas. Lo objetivo se vuelve algo que se somete a la subjetividad, sin importar qué tan errada se encuentre.
El riesgo de la terquedad
De hecho, sobre este punto me gustaría comentar que en sí la palabra “tolerancia” no es de mi agrado, pues de cierto modo interpreto en ella algo así como “no me gusta lo que haces, pero te permito que lo hagas”, como si se pusieran en una posición moral superior para ceder al otro la libertad de sus propias acciones. ¿Entonces estaríamos siendo precisamente intolerantes con los anti-vacunas? No, porque si ellos sólo fueran los únicos que se enfermaran y murieran, quizá podríamos dejarlos, porque al final de cuentas están haciendo uso de su mal entendida libertad, pero están poniendo en riesgo a terceros. La ecuación es fácil: haz lo que quieras, siempre y cuando no afectes a otros. ¿Por qué “mal entendida libertad”? Porque es precisamente esto último lo que ha permitido que la sociedad sea débil y carente de valor para afrontar las consecuencias de sus propios actos. Entendamos que no hay libertad sin responsabilidad (guiño al Sartre).
Saber diferenciar (o lo uno o lo otro)
¿Qué pasa cuando hay manifestaciones, por cualquier razón o motivo, y que gente en ellas empieza a atentar contra establecimientos comerciales o contra otras personas? Por lo general, llega la policía a establecer orden, pero los responsables se escudan a sí mismos en el ya de por sí desgastado “estás violando mis derechos”, negándose a aceptar que sus acciones los han llevado a ser castigados. Todos quieren ser libres, pero sin responsabilizarse por lo que hacen. ¿Y de quién es culpa esto? De las propias familias y de las crecientes y muy cuestionables ideas de “no traumar a los niños” regañándoles por sus travesuras. Pensemos, por ejemplo, en una situación en la que una madre lleva a su pequeño hijo a un restaurante para reunirse con sus demás amigas y tomar el café. El niño, como es perfectamente entendible, no querrá estar sentado tanto tiempo y comenzará a jugar; se pone a correr entre las mesas (ya que no hay una zona
«Educad a los niños para no tener que castigar a los adultos»
-Pitágoras
No estoy pidiendo que nalgueen al niño, mucho menos que le griten y lo humillen, pero al menos sí que lo hagan consciente de lo que ha pasado; pero también que, en este caso la madre, no se haga la desatendida y cumpla con la responsabilidad que el accidente ha ocasionado. Sin embargo, parece que es mucho pedir. ¿Pero qué pasa si alguien más se atreve a decirle algo a la madre? Comienza la lluvia de insultos y degradaciones. Hasta es risible, porque el mismo mesero puede perder su trabajo, y todo por como decimos coloquialmente “sin deberla ni temerla”.
¿Qué esperanza queda? ¿Queda?
Estamos mal, en verdad muy mal, pero lejos de hacer algo, seguimos en silencio o solamente nos quejamos. Pero, ¿qué hacer? ¿se puede hacer algo? Sí, lo cierto es que debemos fortalecer las virtudes que se han ido debilitando, restablecer los límites y apostar por la educación. Ahí está la clave que ha hecho que muchas naciones sean consideradas como grandes; en la educación yace el futuro y la esperanza de toda sociedad. Pero no sólo me refiero a la educación académica, sino aquella que empieza en casa. La sociedad va en picada precisamente porque hemos olvidado las primeras estructuras que yacen en el seno familiar, en los valores que se nos enseñaron y que nos hicieron personas responsables y trabajadoras.
Dejemos de ser adultos infantilizados y llorones, dejemos de permitir que los gobiernos nos traten así con sus programas asistencialistas que fomentan en nosotros la irresponsabilidad y la mediocridad. La riqueza no se obtiene extendiendo la mano pidiendo o suplicando la limosna de los demás, sólo a partir del trabajo honrado, justo y bien remunerado es como podemos alcanzar lo que otros tienen, dejando atrás el insano resentimiento social que nos esclaviza a nuestras pasiones. Evidentemente el tema del trabajo justo y remunerado es otro, y tendremos otra oportunidad para hablar sobre ello.
