«El trabajo del maestro no consiste tanto en enseñar todo lo aprendible, como en producir en el alumno amor y estima por el conocimiento»
-John Locke
In memoriam…
Hace unos días, el 26 de julio para ser más preciso, en la Escuela de Filosofía de la Universidad Panamericana (campus Ciudad de México), tuvimos la triste ocasión de despedirnos de quien fuera uno de nuestros maestros más icónicos, me refiero al querido Dr. Raúl Nuñez Juncal (1935-2018). Muchas generaciones actuales no pudieron tomar clases con él, de hecho, la mía tampoco pudo. Pero los que tuvimos la ocasión de convivir con él y, por tanto, de aprender de él, nos quedamos con una enseñanza profunda y sincera, no sólo a nivel académico, sino sobre la vida misma.
Unos días después, me puse en contacto con quien en su momento fue mi maestra, Montserrat Salomón, y tiempo después sería una de mis amistades más cercanas. Ella había tenido la oportunidad de acercarse al Dr. Núñez y haber podido encontrar en él la confianza y el apoyo para iniciarse en el fantástico mundo académico. Después de todo, fue él quien le dio la oportunidad de dar clases cuando apenas ella estaba estudiando la carrera. Sucede que cuando encuentras a un maestro que cree en ti y te motiva a que alcances lo que eres capaz, y hasta lo que crees que no, es encontrar a un amigo de la vida que impulsa tus sueños y te ayuda a materializarlos. Al platicar con Montse, ella tenía una herida en el corazón. ¿Y cómo no? Cuando yo empecé a interactuar con el Dr. Núñez fue porque no habíamos alcanzado a ver a un filósofo de la antigüedad, me refiero a Plotino. Así que un día me le acerqué al Dr. Núñez para pedirle si me podría dar unas sesiones sobre ese autor; lo primero que me dijo fue un «no lo creo, pues no tengo ahorita tiempo disponible para dedicárselo a don Plotino como se merece y a ti también», sin embargo, el Dr. no lo dejó en eso, me pidió que lo viera al día siguiente en punto de las 10 de la mañana en las oficinas de Filosofía en la UP. Llegado el día y la hora, me encontré con él y con tres folders, mismos en los que habían muchas hojas, unas escritas a mano y otras en máquina de escribir. «Pensé que te podría servir tener mis apuntes sobre Plotino, toma, te los regalo con mucho gusto. Espero te sirvan». Y ya. Eso abrió el camino hacia la enseñanza que hoy por hoy conservo en el corazón.
Recordé esta anécdota ya que mi querida Montse me compartió una inquietud que creo que todos los que nos dedicamos a la enseñanza nos planteamos: «¿Acaso yo llegaré a ser recordada como tal profesor(a) lo es?». Haciendo cuentas, he dado clases desde que estaba en preparatoria, por lo que llevo ya casi 10 años, aunque evidentemente con mayor entrega y conocimientos en los últimos años. Y he sido testigo de tres tipos de maestros: primero, están los que dejan huella por sus enseñanzas académicas y personales; segundo, quienes te dejan una enseñanza que te lleva a seguir insistiendo en el camino de la sabiduría y, tercero, quienes te enseñan a cómo no ser después. Siempre se aprende algo. Aunque, curiosamente, se pueden dar casos en los que encontramos los tres tipos en uno solo.
Creo, de corazón, que la labor de todo maestro es dejar huella en sus alumnos, pero insistiré que debe ser siempre de buena forma; huellas que permitan que la memoria les permita a sus alumnos traer al presente siempre aquellos momentos de sumo interés, de gran diversión que representó tomar clases con esos maestros. Un maestro que sólo va a dar clases por cumplir con el temario, es nada más un divulgador. Pero aquel o aquella que van a ampliar la visión de sus alumnos, que pueden llegar a quedarse en el corazón de ellos, a partir de enseñanzas cálidas y llenas de afecto, es quien ha aprendido a ser maestro de la vida, maestro del amor por la vida misma. Todo maestro debe tener pasión por lo que hace y contagiarla, encontrar los medios y los recursos para llegar a cada uno de sus alumnos, no dejar a ninguno en la duda. Y creo que se nota cuando tenemos la oportunidad de tener maestros de esa calidez humana. Después de todo, sin los alumnos, no seríamos nada más que locos que hablan sobre temas que pueden ser interesantes pero que no logran encontrar la escucha verdadera.
«Maestro de mis maestros».
Así, sencillo y directo. Un reconocimiento que no alcanza a completarse con palabras. Que se vive, se ejemplifica, desde el corazón hasta la epidemia de la enseñanza. Decía Gabriel Marcel, filósofo existencialista francés de inicios del siglo XX, «amar a alguien es decirle «tú nunca morirás»». Al principio no se entiende tan fácil el profundo sentido de dicha afirmación, pero cuando la vida te sitúa en ocaciones de la inmortalidad, entiendes y comprendes que los antiguos griegos tenían razón: mientras tu nombre siga siendo pronunciado, tú seguirás existiendo. Y creo que, así como otros casos, el Dr. Núñez logró ser aquello que proponía Mark Twain: «Vive de tal modo que, al morir, lloren por ti quienes cargan tu ataúd» (parafraseado). Hay ausencias que no dejan de ser presencias.
Gracias, maestros, a los que fueron, a los que son, y a los que serán.
Gracias a mis alumnos, por ustedes creo que tengo suficientes motivos para seguir en esta hermosa labor.
Gracias, Montse, por abrir tu corazón y por abrir el mío.
