La soledad de los enfermos

No hay cosa que más nos humanice que la enfermedad, pues nos muestra frágiles, nos muestra como realmente somos: vulnerables. Después de todo, el valor de las personas no se basa en su clase social o en su riqueza, sino en la belleza de sus corazones, en su vulnerabilidad. Y cuando se está enfermo, lo que más se necesita, además del cuidado atento por parte de los médicos y de enfermeros(as), es un trato amoroso y cariñoso.

Primer anécdota:

La pequeña O. había sido una niña linda, tierna y siempre entusiasta. Le gustaba jugar con su perro, Coby, y no dejaba de sonreír. Un día, comenzó a sentirse cansada, cosa que empeoró a las pocas horas, cayendo enferma. La risa en su casa se apagó. Los papás veían con preocupación cómo O. no mejoraba, con todo y que la atendía uno de los médicos especialistas en su enfermedad. Los días pasaban y O. apenas podía abrir los ojos. Pero, con todo y las lágrimas de sus padres, la pequeñita seguía esforzándose por reír, ya que su hermano R. se colaba al cuarto y le contaba historias y uno que otro chiste. O., ante la enfermedad estaba perdiendo, pero R. le brindaba un amor que le daba consuelo a su corazón.

¿Es que acaso se necesita de los demás? Sí, todos en algún punto nos veremos obligados a recurrir al otro, a los demás, ya que somos vulnerabilidad que se disfraza de fuerza e independencia. Pero lo cierto es que vivimos en una existencia de codependencia. Siempre necesitamos al otro. Por ejemplo, yo estoy sentado escribiendo este texto, confiando de manera inconsciente en la persona que hizo la silla que estoy usando, ya que dependo de su destreza y cuidado en su trabajo para no sufrir una aparatosa (¡y humillante!) caída, y no decir que también mi salud depende de ello.

Pero volvamos a los enfermos. Quienes padecen enfermedades que les privan de una vida armoniosa, saben y comprenden que el miedo es un acompañante que no es bien recibido. Hay un temor por lo que pasará, además, claro, del dolor que están padeciendo. Ibn Sina, o mejor conocido en Occidente como Avicena (980-1037), fue un respetado filósofo y médico persa, uno de los grandes precursores de la ciencia médica. Él trataba de hacer que sus alumnos y colegas médicos tuvieran presente que ellos no atendían enfermedades, sino personas que padecían enfermedades. ¡Qué importante diferenciar eso! Quienes atendemos a pacientes, de un modo u otro, sabemos que el dolor que tienen, y como he mencionado también el miedo, hace que muchas veces actúen de forma agresiva y en ocasiones hasta ofensiva. Entendamos: el dolor es el que está, no hablando, gritando. Y esas actitudes hacen que los veamos a veces con recelo y perdamos, hay que decirlo, el entusiasmo y las ganas por atenderlos. En algún momento se atraviesa un pensamiento como «¿así me paga que lo esté atendiendo?».

Segunda anécdota:

La señora U. ha estado confinada a su cuarto desde hace poco más de 10 años. Ella, una anciana de 93 años, vive bajo los cariñosos cuidados de L., la enfermera que sus hijos han contratado para esa labor. Cabe decir que sus hijos tienen a sus familias que atender, además de sus trabajos y demás compromisos, sin embargo, el hecho de que contrataran a L. no fue para «deshacerse o desentenderse» de los cuidados que su madre requiere, al contrario, se han puesto de acuerdo en tener «turnos» para estar y convivir con ella. Y todos lo han cumplido, de manera entregada y amorosa. Sin embargo, la señora U., padece una enfermedad que le ocasiona mucho dolor por el día, cosa que L. a veces tiene que enfrentar bajo torrenciales de insultos y contestaciones negativas. Pero L. la entiende, y a cada ofensa la respuesta siempre es un gesto amable y tierno.

Cuando Avicena recalcaba lo de atender a personas que padecen enfermedades, amplió la visión llevando a las personas en esa labor a abrir sus corazones. Hay una palabra que estamos descuidando: miseria. Y eso es precisamente lo que los enfermos sienten; se sienten miserables, «olvidados» y con muchas preguntas terribles que no encuentran respuesta. Queridos(as) lectores(as), ¿alguna vez han escuchado el famoso «por qué yo»? Eso atormenta a muchos, y no sólo en cuestiones de salud, sino también en otras situaciones de la vida. Pero entendamos eso: las personas no sólo están padeciendo la enfermedad, sino que sienten dolor, sufren constantes miedos, pero sobre todo, están aterrados por la soledad. ¡Es una exigencia estar con ellos! Quizá me digan, con justa razón, «¿pero qué puedo hacer yo que no pueda hacer el médico?». El valor de la compañía es un valor agregado, es decir, tiene algo que no se puede medir, pero que influye mucho en la persona que nos necesita. Muchas veces el sólo estar a su lado, sin decir absolutamente nada, llena de consuelo a las personas al no sentirse solas mientras las acompañamos en ese valle de lágrimas.

No temamos estar con ellos, antes bien, temamos no estar con ellos. No olvidemos que vivimos en una realidad donde la culpa nos corroe muchas veces por el no haber hecho, el no haber dicho, por el no haber estado. Y esas cargas son duras y muy pesadas. No vivamos con arrepentimientos cuando podemos vivir con amor en el corazón. Una palabra tierna, una caricia, un «aquí estoy contigo», una sonrisa, un gesto amable, quizá un regalito sencillo, no sé, todo eso resulta una medicina anímica que puede ayudar a los enfermos a luchar contra sus padecimientos y no a no rendirse.

Tantas cosas que podemos lograr siendo amables…

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