Reforzar la vida interior

Ayer por la noche platicaba con una amiga, quien me participó que esta página le estaba gustando y que el contenido le estaba ayudando a encontrar claridad en distintas cosas sobre su vida (¡Gracias, S.!). Y se animó a sugerirme un tema que, hasta hace un tiempo, precisamente yo había estado reflexionando. De hecho, mi muy querido amigo, Bernardo Sosa, quien es filósofo y se dedica al pensamiento de Séneca, ya había tenido la oportunidad de dar una plática sobre la Importancia de la Vida Interior, por lo que en su honor y a la sugerencia de mi amiga, les dedico esta reflexión.

En la entrada pasada a ésta (El dolor de amar), sostenía que la cultura de la belleza estética ha hecho que muchas personas se sientan fracasadas por no poder alcanzar los cada vez más exigentes estereotipos que muestran. Y eso, entre otros motivos, ha perjudicado seriamente la identidad de cada una de las personas. Es decir, cuando nos enfrentamos al bombardeo masivo de información y propaganda que las empresas disparan contra nosotros, establecen ciertos estándares «aceptables» para una sociedad que se debate constantemente entre el ser y el deber ser. Y ese deber ser, quiero aclarar, se torna más bien en un «como nos gustaría (te exigimos) que seas». ¿Cómo se puede aceptar lo que se es cuando hay quienes no dejan que eso pase?

No solamente es un asunto de amor propio, sino que es una exigencia de (auto)respeto por la dignidad de cada uno de nosotros. Sobre este tema, el filósofo alemán Immanuel Kant (1724-1804), escribía lo siguiente:

«El ser humano, considerado como persona, está situado por encima de cualquier precio, porque, como tal, no puede valorarse solo como medio para fines ajenos, incluso para sus propios fines, sino como fin en sí mismo; es decir, posee una dignidad (un valor interno absoluto), gracias a la cual infunde respeto a todos los demás seres racionales del mundo, puede medirse con cualquier otro de esta clase y valorarse en pie de igualdad»

¿Contra quién estamos compitiendo? ¿Por qué estamos compitiendo? Desde hace unos meses, he dado la cátedra Ética de Negocios, y en ella hemos trabajado mis alumnos y yo en la diferencia entre competir y ser competentes. Grosso modo, cada individuo tiene que tener las capacidades para poder ser competente, es decir, tener con qué poder hacer las cosas y buscar lo que se necesite para poder hacerlas. Cuando competimos, poniendo por ejemplo a los atletas de alguna rama del deporte, la idea que importa es la de ganar, la de superar al otro para mostrar quién es el mejor en lo que hace. Sin embargo, ningún atleta que triunfe debería ver como perdedores a los demás y burlarse de ellos. Ojo: sí, perdieron, pero eso no los hace menos, simple y sencillamente será la ocasión que les permita tener en cuenta que necesitan entrenar más para lo lograr ganar la próxima vez.

Pero regresemos a eso de «tener las capacidades». Justamente el trabajo de la vida interior es un acto que exige la humildad en cada uno de nosotros para ver las cosas que podemos hacer, las que no y la que podríamos llegar a hacer si buscamos los medios para ello. Bien decía una tía mía: «Total, reconocerse no es morir». Afrontar con humildad nuestras limitaciones no nos hace menos que los que sí pueden hacer las cosas, porque precisamente no todos son capaces de hacer todo. Antes bien debemos observar que lo que unos no pueden nosotros sí podemos, y eso es precisamente el valor existencial que aportamos en la vida: nadie puede ser lo que somos. Para reforzar este punto, la idea central propuesta por la corriente existencialista en la filosofía es que no existimos, sino que estamos existiendo, es un proceso que va más allá de una simple definición. Por ejemplo, una persona no es mediocre, porque al hablar de ese modo sentenciamos su existencia y la limitamos a una totalidad, sin embargo, la persona actúa de tal modo que pareciera que en verdad no sale de la mediocridad. ¿Y no puede hacer algo para salir de eso? ¡Claro! Y no sólo puede, sino que debe hacerlo.

La vida interior es la verdad de cada uno de nosotros, después de todo, como decía Sören Kierkegaard: «Las puertas de la verdad se abren hacia dentro», pues cada uno de nosotros debemos encontrar una verdad que sea verdad para nosotros, y dicha verdad no es ni puede ser otra más que lo que somos. Aceptar lo que somos nos permite desafiarnos, desafiarnos a ser mejores, buscar la magnanimidad como una virtud que refuerce la vida interior y que nos haga salir de ella hacia el mundo y lograr cumplir con cada vez más metas. Es un ejercicio existencial que obliga a buscar la perfección. Nunca seremos perfectos, pero en ningún momento eso nos debe detener en buscar serlo.

El que fracasa hoy, no tiene por qué fracasar mañana.

El que triunfa hoy, no tiene por qué triunfar mañana.

Parte de la aceptación es reconocer la vida tal y como es. Aceptar que vivimos ante la falta nos puede ayudar a entender lo que debemos realmente buscar; quizá podríamos empezar por quitarnos las cadenas que nos limitan, cadenas que la sociedad, la familia, las estructuras sociales nos han impuesto, aunque si las vemos bien, son meramente simbólicas. Debemos ser más de lo que estamos siendo, es la consigna del hombre y de la mujer que buscan ser felices. Y para eso, queridos(as) lectores(as), hay que abandonar la zona de confort de nuestras vidas. Les advierto que no será fácil, que habrá que hacer muchos sacrificios, romper con lazos que se vuelven pesas y alentizan nuestro andar. Habrá dolor, habrá penas, habrá tristeza, pero todo valdrá la pena si nos comprometemos a vivir. Y eso implica: atreverse a ser. Pero cuidado, atreverse a ser no significa que estemos siempre bien o que lo estemos realmente. Es por ello que la importancia de la vida interior empieza, siempre, en el fortalecimiento de las virtudes.

¡Hay que ser personas virtuosas!

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