¿Callarse es ser prudente?

Ayer tuve la oportunidad de cenar con dos colegas psicoanalistas. Entre los distintos y muy variados temas que abordamos, además de la agradable compañía que resulta cuando tienes a expertos de la escucha contigo, salió a la conversación un tema que podría resultar interesante comentar en esta entrada: saber callarse.

Como ya hemos estado revisando en las últimas entradas, la sociedad en la que nos estamos desarrollando cada vez se presenta más desafiante y exigente. Y no es de sorprenderse que el habla, la expresión a través del lenguaje, se vea comprometida. Entendemos que existen (o al menos eso parece) ciertas libertades que van de la mano con la expresión de ideas, pero también es un hecho que cualquiera cree que tiene que gritar lo que piensa, y no sólo eso, sino emplear otros medios (tales como las manifestaciones que terminan en violentos actos de vandalismo y criminalidad disfrazados de «libertad de expresión»). Sucede, queridos(as) lectores(as), que nos estamos yendo por la fácil sin tener en cuenta que existe algo que los antiguos griegos conocían como Φρόνησις (phronēsis), es decir, prudencia. Podemos decir que se trata de una sabiduría práctica que nos obliga a pensar cómo, cuándo y por qué hacer algo o no hacerlo. ¿Qué pasa cuando se le da paso a las pasiones sin tener en cuenta la razón? Muchos hablan de un sentido común (en jerga popular se entiende como «aquello que es obvio y que por tanto se piensa, se dice o se hace», pero no hay nada más sospechoso que lo obvio, lo que es evidente), pero con todo, las pasiones llevan a cometer actos imprudentes en la mayoría de los casos.

Estoy leyendo al Dr. Juan David Nasio, psiquiatra y psicoanalista argentino que reside en Francia. El texto en cuestión es ¡Sí, el psicoanálisis cura!, publicado por Paidós. En un capítulo, el autor habla sobre la importancia de saber callarse (de no intervenir) cuando está con el paciente. Me gustaría compartirles el fragmento:

Justamente, lo difícil para un psicoanalista es saber callarse en el momento en el que arde de impaciencia por hablar. En este aspecto, cuando hablo a mis pacientes sólo les digo un cuarenta por ciento de lo que podría decirles. Si me callo es porque considero que es demasiado pronto o demasiado tarde para intervenir o que el paciente no está preparado para recibir mi palabra o bien porque todavía necesito tiempo para dejar madurar la idea que tenga en mente, o también, sencillamente, porque no tengo nada que decir. En este instante me viene al espíritu el aforismo de Wittgenstein: «aquello de lo que no se puede hablar, debe callarlo». En ese sentido, aconsejo con frecuencia a los psicoanalistas que me consultan para una supervisión de su práctica que no hablen si no saben qué decir. «Si tiene dudas, no hable, permanezca en silencio. ¡Evitará muchas torpezas!».

¿Qué pasaría si transportamos eso a la vida cotidiana, fuera del psicoanálisis? Hablar de prudencia en nuestros días debe ser una exigencia, una obligación que tienda hacia un orden social que permita la correcta y muy apropiada relación entre los individuos. El saber callarse es un ejercicio, insisto en algo que ya había mencionado en otras entradas, de humildad. Sin embargo, el no saber qué decir en un momento no significa el no saber qué decir después. Precisamente, callarse brinda a cada persona la oportunidad de poder pensar, de hacer una profunda reflexión sobre las situaciones y poder así entablar, o no, un mejor juicio.

El hecho de que el Dr. Nasio mencionara a Ludwig Wittgenstein, me parece oportuno y preciso. ¿Cuántas veces hablamos por hablar? ¿Cuántas veces nos olvidamos que somos seres racionales y nos convertimos en cómicos cotorritos que repiten lo que otros dicen? Nuestra sociedad del escándalo exige ratos de bien merecido silencio, y el callarse cuando no hay por qué hablar, puede ser un muy refrescante momento para brindarlo.

Sin embargo, no olvidemos que «el que calla, otorga».

Y sí, el silencio también se analiza.

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