La unidad con todo lo que soy empieza en la soledad y el silencio…
Hace unos días compartieron en Twitter la frase anterior (desgraciadamente no quién la dijo, aunque ponían la foto de san Chárbel Makhlouf). Soledad y silencio, dos palabras que inevitablemente van juntas. Se comprenden juntas. Sin embargo, tanto la una como la otra no son del todo «aceptadas» en la sociedad de la necesidad de compañía y del escándalo.
Les contaré una pequeña anécdota:
Estaban dos niños sentados en la zona de juegos de un parque. Ambos compartían el gusto por las estampas del famoso álbum del Mundial de Rusia 2018. Se veían notablemente contentos y entusiasmos, ya que se estaban ayudando a ir tachando los números faltantes en sus listas de estampas. Una vez que terminaron, se miraron fijamente. ¿Y ahora? -dijo uno de ellos-, a lo que la respuesta del otro fue un rotundo «no sé». ¿Qué más podían hacer dos niños en una zona de juegos? Se quedaron mirando el lugar sin decir(se) absolutamente nada. Uno de ellos se sentó y empezó a pegar sus nuevas estampas en el álbum. El otro sólo lo miraba. «Ya me voy» -dijo el que estaba de pie-, a lo que la respuesta del otro niño fue un agresivo y desesperado «¡Qué! ¿Por qué?». Con todo y esa indignación, el niño terminó yéndose y el otro que estaba sentado se quedó solo y en silencio.
¿Qué sucedió? Es interesante lo que la sociedad le está enseñando a los más pequeños. Queridos(as) lector(as), ¿han notado que los encuentros en los cafés se han vuelto más bien presencias que se visten de ausencias? ¿Cómo? Sí, me refiero a que la gente que queda de encontrarse en algún lugar, en este caso una cafetería, en caso de que sí lleguen se saludan, intercambian unas palabras, se sientan, proceden a ordenar y, sin decir más, sacan sus celulares y la interacción con alguien más empieza y el otro se queda ahí sentado… ¡interactuando con alguien más desde su celular! Vivimos en el tiempo de las ausencias. Y es triste.
Retomando la anécdota de los niños, me resulta interesante que mientras no sabían qué hacer en una zona de juegos (quizá jugar hubiera sido la respuesta a tan terrible duda), uno de ellos decidió ponerse a hacer algo (pegar sus estampas) mientras que el otro sólo podía mirarlo. Pero cuando el segundo le «avisó» que ya se iba, la reacción del otro fue de auténtica angustia. No estaba ya compartiendo el momento con el otro niño, pero le exigía que estuviera ahí. ¿A qué nos suena eso? ¿Cuántas personas no son el ejemplo adulto de esos dos niños? Por eso sostengo lo de «presencias que se visten de ausencias». El ser humano, «sociable por naturaleza» (como sostendría Aristóteles), se está deconstruyendo hacia una realidad más ad hoc a su tiempo: el mundo está repleto de personas solitarias que temen estar solas pero que no logran escapar de la soledad. ¿O no es el caso de cuando encontramos personas que se enorgullecen de decir que son «lobos solitarios»? Pero la realidad es otra. Aunque es importante decir esto: hay gente que es muy sociable pero que sí sabe y disfruta estar a solas.
Recordemos a Séneca, el filósofo romano-cordobés, que entre sus muchas y diversas aportaciones sobre la moral, explicaba la importancia de la vida interior. Precisamente en una de sus más notables obras, Epístolas a Lucilio, en la carta LXXII encontramos: «Es mucho más importante que te conozcas a ti mismo que darte a conocer a los demás». Una auténtica continuación a lo que el Oráculo de Delfos enseñaba («conócete a ti mismo»); pero el agregado de «que darte a conocer a los demás» es de suma importancia para nuestros días. ¿Qué cara estamos dando a las personas? Quien es fiel a sí mismo, a lo que es, a lo que fue y a lo que puede llegar a ser, no necesita de máscara alguna que distraiga a los demás de su humana imperfección. Es decir, debemos luchar con la cruel y tiránica dictadura de las falsas apariencias y apostar por ser lo que realmente somos, y para ello son necesarias la soledad y el silencio.
No por nada el Padre Henri Nouwen sentenciaba que «la soledad es el horno de la transformación», transformación de nosotros mismos hacia lo que realmente somos. Vivir de apariencias y perpetuarlas es crear engaños y autoengaños que degeneran en una terrible sensación de falta de verdad. Si no hay verdad, hay mentira, pero en el discurso de las mentiras siempre se encuentra la forma, no sólo de acariciar la verdad, sino de ser parte de ella. Para los que se dedican, por ejemplo, al psicoanálisis, saben y comprenden (al menos deberían hacerlo) que el silencio y la soledad logran que la capacidad de escucha aumente y se vuelva tan aguda que nada escapa de ella. En la contemplación budista, por ejemplo, el silencio y la soledad son necesarias y obligatorias a su vez para lograr alcanzar un estado de paz plena. «Que nada te turbe, que nada te inquiete».
¿Para qué pensar en encuentros con los demás si no somos capaces de encontrarnos con nosotros mismos? A mis muy queridos alumnos, siempre les recuerdo que en la vida es importante agregar paréntesis con contenido individual para lo que hacen para los demás. Con gusto les explico:
-Escuchar(se)
-Acompañar(se)
-Disfrutar(se)
-Buscar(se)
Por último, mis queridos(as) lectores(as), no tengamos miedo a la soledad y al silencio, al menos no a los nuestros, porque ambas situaciones nos están regalando la oportunidad fantástica de estar con nosotros mismos y poder conocernos realmente. La compañía de los demás es buena, ¿pero de qué sirve estar cuando no estamos? La soledad y el silencio nos permiten un ejercicio de absoluta humildad para reconocer nuestras fallas, nuestros logros y poder crecer, no sólo como profesionales, sino como personas. El mundo necesita autenticidad, necesita que seamos auténticos y que, por ejemplo, no tengamos miedo de compartir la ternura que hay en nuestros corazones.
Quizá sólo así podremos empezar a vivir apasionadamente nuestra existencia.
